6 de agosto de 2015. 40 grados
centígrados a la sombra. 14,45 horas. Gran finca de regadío cercana al puente
del Júcar sobre la carretera nacional 322. Medio centenar de personas de origen
subsahariano recolectan cebollas. Otra decena más apuran sus bocadillos bajo la
sombra de dos pinos piñoneros, prestos para incorporarse a la tarea.
Este es el destino de muchas
personas inmigrantes que llegan a Europa.
A otras muchas, en su camino, las
ahogamos en el mar o las asfixiamos en contenedores.
A muchas más todavía las
esclavizamos directamente en sus países de origen produciendo los artículos que
abarrotan los estantes de vidas vacías en el Norte.
Y como colofón de la
desvergüenza, vendemos armas para que donde antes había paz ahora haya muertos
cuya vida valía menos que la bala que se la segaba.
Transitamos por la infamia cuando la cuneta de
nuestro camino está repleta de desposeídos, de un reguero de muerte y
desolación. Cuando la inmensa mayoría de la
humanidad no tiene posibilidades de abrir estelas hacia una vida digna. Como
señala Arnaud Montebourg (2011) en su libro ¡Votad
la desglobalización!, “El ciclo loco de la globalización es un pozo sin
fondo, una máquina desajustada cuyo carburante es encontrar continuamente gente
más pobre y más dócil”.
En casa y en la escuela, en el pueblo
y en la ciudad, nos hemos dejado invadir por un capitalismo inhumano, por un motor
de generación de desigualdades aberrantes que como lubricante utiliza sangre
humana.
Todos/as alimentamos esta
globalización asesina. O nos bajamos de ella y comenzamos a construir nuevas
formas de vida amables con todas las expresiones de la vida, o no deberemos
lamentar tanta muerte e injusticia, tan sólo asumir que son la consecuencia
criminal de nuestro propio modo de vida.
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