jueves, 29 de septiembre de 2016

Los municipios y el caciquismo de Estado

Creo que la participación política en el ámbito de lo público no tiene otro interés más allá que el de romper las concentraciones de poder. En esta nueva etapa de transición ecosocial en que estamos inmersos/as toca institucionalizar que el pueblo tome directamente las decisiones y ejerza el control posterior sobre las mismas. Toca desconcentrar el poder. La utopía realizable e inaplazable es la democracia participativa directa autogestionaria.

La democracia representativa formal (que no real), que hoy sigue imperando en muchos ámbitos de representación pública y asociativa, forma parte de un pasado que toca enterrar.

No obstante, en el ámbito municipal es preciso ser conscientes del muy escaso margen de maniobra de los Ayuntamientos para la gestión independiente de su presupuesto. La autonomía municipal en España es una asignatura pendiente que nadie se esfuerza en superar.

Los municipios tienen un papel residual y dependiente respecto de Diputaciones, Comunidades Autónomas y Gobierno Central. Los municipios antes dependían de señores feudales y caciques que ejercían su poder con la coerción de la fuerza y el clientelismo. Ahora dependen de gobiernos centrales, autonómicos y provinciales amparados por leyes que encorsetan y no liberan: el clientelismo sigo vivo.

La autonomía local no será tal mientras los municipios sigan dependiendo para prestar servicios de financiación condicionada, cambiante, temporal, costosa de gestionar e insuficiente, instrumentada a través de convocatorias de subvenciones y convenios unilateralmente decididos. 

¿Qué sentido tiene que las Diputaciones Provinciales y las Comunidades Autónomas convoquen anualmente subvenciones dirigidas a los Ayuntamientos para financiar servicios de lo más variopinto? Todo sería más sencillo y justo si esos fondos que reciben con una mano las Diputaciones y las Comunidades Autónomas y entregan con la otra a los municipios, llegaran directamente a los Ayuntamientos para que en el ejercicio de su autonomía los dedicaran allí donde estimasen oportuno. 

Las haciendas locales no disponen de medios suficientes para llevar a cabo las funciones que la Ley les atribuye. La ausencia de recursos propios se sustituye por subvenciones graciables en su concesión, condicionadas a determinados fines, que no garantizan la continuidad y regularidad de la prestación de los servicios públicos. Esto hay que decirlo, repetirlo y subrayarlo. 

Hay algo más importante que la reforma de los estatutos de autonomía que ha copado y copará la agenda política española: la reforma del gobierno y la financiación local. En los últimos tiempos, en vez de avanzar se ha retrocedido. En diciembre de 2013 se aprobó la Ley 27/2013 de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local (Ley Montoro), que reformaba la Ley 7/1985 Reguladora de las Bases del Régimen Local, machacando más aún la situación de dependencia y subordinación de las administraciones locales. 

No existe interés alguno en cambiar el actual orden de cosas por parte de quienes se benefician del mismo, Comunidades Autónomas y Gobierno Central. Y lo que es peor, desde muchos municipios esta situación se admite como normal o se acepta con resignación.

Además, la reforma del artículo 135 de la Constitución Española en septiembre de 2011 limitó aún más la política fiscal de los municipios (gastos e ingresos tributarios), teniendo que cumplir éstos a rajatabla con el pago de la deuda, utilizando el posible superávit que pudiera generarse para adelantar la amortización de préstamos anteriormente concertados. Así se hace muy complicado avanzar en la consecución de objetivos programáticos de carácter ecológico y social.

Mientras llega una financiación suficiente que supere el dogma neoliberal de la estabilidad presupuestaria de las administraciones públicas, hay que hambrear en los ayuntamientos reordenando gastos hacia aquellas partidas que se consideren prioritarias desde otras que estime prescindibles. Y para no asfixiarse, acometer la actualización de tipos impositivos y tasas municipales con criterios de progresividad, es decir, exigiendo un mayor esfuerzo fiscal a los contribuyentes con mayor renta y riqueza.

Y todo porque una administración atada de pies y manos, como ahora mismo son los ayuntamientos, es más dócil y servil con las “manos que le dan de comer”.

jueves, 15 de septiembre de 2016

La economía de la cooperación y lo común


 
El próximo fin de semana 17 y 18 de septiembre de 2016, tendrán lugar en Munera (Albacete) las Primeras Jornadas de Economía Social y Local del Campo de Montiel. Amablemente la organización me ha pedido que lleve a cabo la introducción a las mismas reflexionando sobre elementos relacionados con dicha temática.
El lema “No nos representan” salió a las plazas y calles de toda España con posterioridad al 15M de 2011. Dos alternativas se abrían ante dicha negación:
- Dentro del capitalismo (o del sistema de mercado), utilizar los procesos electorales de nuestras “democracias limitadas” para cambiar dichos representantes por otros más afines a los intereses de la mayoría, y a partir de ahí confiar en que dichos representantes impulsen un cambio institucional para recuperar el Estado del Bienestar.
- Fuera del capitalismo, comenzar a construir procesos de autogestión de las necesidades y los bienes comunes bajo los principios de la cooperación y la participación directa de la gente, al margen de la lógica exclusiva del mercado.
Aunque ambas vías se han transitado en los últimos años, la primera de ellas ha sido la preferida por la mayor parte de la ciudadanía, mientras que la segunda apenas si ha sido explorada por una minoría de la población. Y ello a pesar de que la historia de la humanidad y del resto de seres vivos sobre el planeta nos remite a formas de organización donde prima lo comunitario y la ayuda mutua.
La primacía de una organización social basada en el mercado “autorregulado”, la competencia y la propiedad privada apenas es un suspiro en la larga trayectoria de la vida humana sobre la Tierra. Se remonta a finales del siglo XVIII cuando se inicia en Inglaterra la Revolución Industrial y desde ahí se irradia al resto del mundo.
Tres son los tipos de propiedad que podemos encontrar en nuestras sociedades: la privada, la pública y la común. Es muy importante no confundir lo común (poseído y gestionado directamente por los miembros de una determinada comunidad) con lo público (propiedad de las diferentes administraciones del Estado y gestionado por el personal al servicio de éstas).
Es preciso resaltar que a la par de la evolución del capitalismo se ha producido un cambio en el peso relativo de las diferentes formas de propiedad y su gestión. Dicho cambio se ha concretado en un aumento de las formas privadas y públicas (principalmente las primeras) en detrimento de la propiedad común o comunes. Incluso dentro de la propiedad pública y de los servicios públicos, en los últimos años se ha avanzado hacia la prestación de los mismos no de forma directa por parte de las administraciones públicas competentes, sino a través de la concesión de la gestión de los mismos a empresas privadas que se rigen por principios de maximización de beneficios monetarios y no del beneficio social.
Las personas y las comunidades en las que nos integramos buscamos en todo momento reducir nuestra vulnerabilidad ante acontecimientos que puedan dificultar nuestra existencia. Así, lo común y lo social autogestionado, necesariamente ha de tener una escala local, de pequeña o mediana dimensión, al contrario que la deriva transnacional y globalizadora del capitalismo financiero, cuyo interés es eliminar las barreras que puedan limitar el crecimiento continuado del capital industrial y financiero (UE, CETA, TTIP).
Lo común va más allá de bienes materiales, e incluye también los valores, las tradiciones, el conocimiento y la identidad de una comunidad, al margen del estado y el mercado. Los comunes engloban de manera indisoluble tanto los propios bienes como la comunidad que directamente los gestiona.
Desde los inicios del capitalismo y la Revolución Industrial se ha desarrollado una estrategia para desmantelar los bienes comunes mediante su privatización y traspaso de su gestión al mercado. El cercamiento de las tierras comunes (enclosures en Inglaterra) fue el primer paso en la línea de impedir el uso de las mismas a la mayor parte de la población, que privada así del acceso a medios materiales para su sustento material, se convierte automáticamente en “ejército de reserva” a disposición de la naciente industria. Se privatiza y convierte en mercancía lo que antes pertenecía a toda la comunidad y se gestionaba al margen del mercado.
Los seres humanos somos cooperadores y empáticos por naturaleza. “Pertenecemos a un mundo vivo simbiótico, autoorganizado (…) el mundo de la vida es mucho más que egoísmo, competencia y violencia: podemos desarrollar mucha amistad y cooperación (…) En contra de lo que parece (…) en la historia de la humanidad lo que ha prevalecido es la vida en común, los bienes comunales y la autogestión de los mismos” (Puche, 2013, 13) (1). Hasta que el capitalismo ha inoculado el virus contagioso de la competitividad a toda costa en todos los órdenes de nuestra vida, las sociedades humanas han basado su supervivencia en la cooperación y la ayuda mutua. Y no sólo las sociedades humanas, sino la mayor parte del resto de seres vivos.
No debería ser necesario colocar el adjetivo “social” al sustantivo “economía”. Desde antiguo la economía siempre se entendió como la gestión y el aprovisionamiento de los bienes necesarios para el hogar, para la comunidad. En Grecia se distinguía entre la “oikonomía” (oikos = casa, nomos = ley) y la crematística, entendiendo por ésta última la disciplina orientada al acrecentamiento y acumulación de riquezas.
La economía convencional, capitalista y de mercado, competitiva, productivista y esquilmante, no tiene consideración alguna ni a los límites físicos y biológicos de la Madre Tierra, ni a la igualdad y el respeto entre las personas. Hoy en día, el éxito económico se mide con el crecimiento de magnitudes monetarias (PIB) y no con la construcción de sociedades más justas ni con la mejora de la satisfacción de las necesidades básicas de las personas mediante procesos que queden bajo el control de las mismas.
Los bienes comunes no han muerto. Son futuro frente a un mercado inhumano, basado en la primacía de la propiedad privada (incluso a veces en la propiedad pública), que todo lo compra y lo vende para mayor gloria de las cuentas de resultados de las grandes corporaciones. Los bienes comunes sirven a la comunidad, pero muy importante, los tienen que crear y cuidar las personas.



(1) Puche, Paco (2013): “¿Por qué cooperamos y por qué no cooperamos?”, en Rebelión, febrero http://www.rebelion.org/docs/163325.pdf