jueves, 18 de junio de 2020

CAMINOS MARCADOS: LA TIERRA BAJO EL ASFALTO


“El camino” de Daniel, el Mochuelo, pasaba por abandonar su pueblo a los 11 años. Tenía que viajar a la ciudad a estudiar el Bachillerato y luego la Universidad. Su padre, quesero, así lo había decidido, decía que era la manera de progresar en la vida. Daniel, el Mochuelo, no lo tenía tan claro.
 
Corría la mitad de la década de los años 40 del siglo pasado, en un pueblo del norte de Castilla, y Miguel Delibes sólo permitió llorar a su protagonista en el último párrafo del libro. Fue la mañana que iba a coger el tren hacia la ciudad, tras despedirse al alba de su amiga Uca-uca y pedirle que no permitiera a su madrastra borrarle las pecas de su rostro. Bueno, también lloró porque dudaba si seguiría siendo feliz en su nueva vida.
 
 
El mismo drama, las mismas dudas que millones de mujeres y hombres forzadas a cambiar la tierra fértil del pueblo por el asfalto muerto de la urbe.
Suspiran las familias y los/as estudiantes de hoy por un nuevo título que adorne paredes y currículums. No porque su consecución los haga personas más sabias y comprometidas con un mundo mejor, sino porque gracias a ello podrán acceder a empleos mejor pagados, para consumir más. Un consumo que hoy es, paradójicamente, tanto la medida del éxito personal como de la decadencia social y ambiental.
Magnificamos los beneficios asociados a los títulos, a la vez que escondemos la pobreza espiritual y humana que viene en su reverso. ¿De verdad progresamos cuando la opulencia y el despilfarro de una minoría está basada en la explotación de la mayoría por causa de clase social, raza, cultura y/o sexo?
Las personas verdaderamente sabias y honradas, salvo excepciones, no acumulan títulos universitarios ni puestos en consejos de administración de grandes empresas. Al contrario, son personas sencillas y cariñosas, que cuidan el campo, el ganado, el hogar o a otras personas. En la obra, en la fábrica, en el taller, sobre las tablas de un teatro, escribiendo poesía, interpretando música, en el hospital, en la escuela, en la calle, en la oficina o en la tienda. Gentes que derrochan bondad, para quienes lo comunitario y lo justo está por delante del interés individual.
En cambio, despreciamos enfrentar la vida desde la austeridad y la cooperación, valores tradicionales de nuestros pueblos. Hoy, los pueblos y sus entornos rurales son meras extensiones de tejido y la dinámica económica de la globalización urbana. Ya no podemos referirnos a ellos como espacios autosuficientes que producen en cercanía la mayor parte de los bienes básicos necesarios para la vida. La mayor parte de los alimentos, vestidos, viviendas y tecnologías que encontramos en cualquier tienda o supermercado de nuestros pueblos se han producido a cientos o miles de kilómetros de distancia. Las tradicionales economías rurales diversificadas, han cedido el paso a la especialización productiva propia de la globalización. Los monocultivos industriales de viña, olivo, cereales, almendro, frutales, hortalizas, macrogranjas, turismo rural, etc., lo inundan todo. Todo queda en mano de las leyes que dictan los grandes mercados especulativos globales: los precios percibidos por los/as productores/as, los costes de las materias primas, los salarios de miseria pagados a los/as jornaleros/as, el deterioro del suelo y el agua por técnicas de producción intensivas en química de síntesis. Jugarlo todo a la carta del monocultivo industrial destinado a los mercados de exportación implica graves riesgos de incertidumbre e inestabilidad, que mas pronto que tarde terminan por manifestarse con toda crudeza.
La tierra, antaño la aspiración de cualquier familia rural para garantizar sus alimentos básicos mediante el autoconsumo, hoy se compra y se vende al mejor postor como una mercancía más, y se inscribe en el Registro de la Propiedad acumulándose en pocas manos. Es la ley del capitalismo, eufemísticamente llamado mercado. Campesinos/as y pastores/as  quedaron en “El camino”.  

3 comentarios:

Mario Plaza dijo...

Muy bien. Enhorabuena. Muchas gracias.

jimenezrequena dijo...

La vida es cambiante. Lo que hoy parece bueno, mañana parecerá malo, y viceversa. Pero mirar los problemas con una visión idílica no es un buen enfoque. La especie humana es un mecanismo muy complejo capaz de pensar, de desear, de sentir y de actuar. Y no está nada claro que pueda existir ninguna clase de predominio definitivo entre unas u otras de sus múltiples motivaciones. De modo que no se le pueden fabricar planes a plazo definitivo. Se pueden trazar planes a medio o largo plazo, que será necesario modificar a la vista de las cambiantes circunstancia que en el recorrido de la vida vayamos descubriendo. Eso es vivir: descubrir cada día lo que ayer estaba oculto. La salida del paraíso terrenal nos encaminó en esa dirección mutante, a diferencia de la plácida monotonía vital que se les ofreció al resto de las especies. Por eso, en aquellos años 40- 50- 60 del siglo pasado, después de siglos de penuria y vida que no era vida encadenados a un entorno rural que les escatimaba el pan, el calzado, el vestido y la vivienda, aquella masa de más de un 60% de población activa abandonó aquel entorno que no les daba nada y encontró un nuevo mundo que los convirtió por primera vez en la historia en administradores de un patrimonio personal que nunca antes tuvieron. No fue aquel un triste cambio, por más que nos podamos confundir 80 años después con una visión nostálgica de aquel duro pasado que dejaron atrás. Pero, el nuevo paraíso autarquico que nos permitió vivir unos años de progreso de espaldas al resto del mundo, no tenía petróleo y cuando nos cerraron ese grifo, hubo que improvisar una incorporación a otro entorno más amplio con nuevas servidumbres y nuevas condiciones más competitivas. Y pasados 30 años más, parece que hemos llegado a otra encrucijada. Y, o descubrimos otro recurso energético que permita cambiar el sistema para mejor, o tendremos que retroceder 80 años para atrás, a aquellos tiempos en que no gastábamos energía y todo salía de los riñones, a ser posible en otras condiciones más humanas. Puede que surja ese nuevo recurso y la vida siga evolucionando hacia formas nuevas nunca vistas, que tampoco serán definitivas. O puede que ya hayamos llegado al final de las sorpresas del juego de la vida, aunque yo espero que no sea así, y que surja otra vez lo nunca visto que nos lleve a todos detrás de su misterio otros pocos de años más, hasta que alguien le levante el velo y descubra que tampoco ese era el premio final de nuestro viaje. De momento, mientras surge y no surge una salida ascendente, habrá que pensar en viejas soluciones, como pueda ser una agricultura periurbana que lleve el campo a los ciudadanos en lugar de los ciudadanos al campo , en una limitación de los movimientos de humanos y mercancías que detenga la contaminación y el despilfarro, en un reciclaje masivo de cosas que ahora tiramos en lugar de repararlas, en un disfrute más inetelectual del tiempo libre y en una mejor ordenación del disfrute y del cuidado de los recursos del planeta. Pero creo puede ser mucho pedir

enparo dijo...

Como siempre, Goyo, amante de la tierra, del terruño, en el que vive y con el que convive, no añora, pero sí aprecia la tierra en lo que vale. El comentario posterior de Jiménez Requena creo que no contradice, pero sí complementa, desde una visión más cruda y realista, la realidad, aunque confía en que hay un futuro. Yo me quedo con los dos.
Hay que amar la tierra, entenderla, respirarla, pero la marcha atrás es imposible en la historia y, como leí en algún sitio "cualquier tiempo pasado fué...anterior".
De todas formas tu blog, Goyo, y la gente que se molesta en hacer reflexiones al hilo de las tuyas, es un remanso de sosiego, sabiduria y reflexión, imprescindible en los terribles tiempos que corren, en que, incluso la naturaleza, nos recuerda lo terrible que puede ser su venganza si no la amamos como deberíamos. Un abrazo, amigo Goyo. Enric Pastor