Si a lo anterior añadimos el
hecho de que el sistema capitalista, en sus estertores finales, sigue
esquilmando y destrozando el suelo, el aire y el agua por doquier, la vuelta al
campo que ya debemos comenzar a la fuerza, se presenta singularmente dura.
Hemos despreciado y perdido
conocimientos valiosísimos sobre cómo conseguir el sustento. Hemos gestionado
la Naturaleza con exclusivos criterios de rentabilidad monetaria, transformando
vergeles y montes en desiertos de monocultivos que agreden la vista y la vida.
Y a pesar de todo, toca volver al
campo. Porque ya no hay más petróleo ni carbón que quemar para poder abastecer
a las ciudades de todo lo necesario para la vida a través de la actual
agricultura industrial intensiva que tiene sus días contados. Toca volver al
campo, aunque hoy sea un medio más inhóspito que hace apenas unas décadas. Toca
volver al campo porque con el colapso social y climático del capitalismo del
consumismo y el despilfarro, la prioridad de las personas ya no será conseguir
los últimos modelos de ropa y de aparatos electrónicos, ni viajar largas
distancias en avión, ni tener varios vehículos a motor por familia: la
prioridad será garantizar el acceso a la alimentación y a la vivienda, y en un
paso más, a la salud y la cultura en su acepción más amplia.
Para este futuro que tendremos
que inventar sobre la marcha, no tengo ninguna esperanza puesta en las políticas
que puedan venir desde gobiernos y organismos internacionales, ya que éstos han
estado y siguen estando al servicio del gran capital. La globalización neoliberal
de las últimas décadas ha avanzado como una apisonadora gracias a que los
poderes políticos de todo signo ideológico, formalmente democráticos, han asumido
como propio e incuestionable el objetivo del crecimiento económico a toda
costa.
En el mejor de los casos, allí
donde su sensibilidad se lo permita, los ayuntamientos pueden convertirse en
palancas de este cambio necesario. Pero más que en ayuntamientos creo que en ese
futuro por inventar el papel fundamental lo van a jugar comunidades locales relativamente
pequeñas, homogéneas y cohesionadas, formadas por personas pegadas a los
diferentes territorios, con una doble tarea. Por un lado, defender su tierra de
los abusos que todavía perpetra el capitalismo contra ella. Por otro, construir
comunidades autogestionarias, autosuficientes y resilientes, justo lo contrario
de lo que nos ofrece la globalización.
Frente a quienes piensan que los
avances tecnológicos permitirán salir del callejón sin salida en que se
encuentra la humanidad como consecuencia, precisamente, de una fe ciega en la
tecnología al servicio de la acumulación de capital. Creo que la opción es
volver hacia atrás, no a las cavernas, sino a una vida sencilla pero digna,
donde el “ser” desplace al “tener”. De acuerdo con la letra de la canción de
Macaco “Volver al origen no es retroceder, quizás sea andar hacia el saber”.
Y nuestras manos volverán a poner
piedra sobre piedra, las mismas piedras que un día movieron las manos de quienes
nos precedieron. Y volveremos a remover la tierra para que abrace semillas o para
levantar muros de tapial, para comer y cobijarnos. Y todos los asentamientos
humanos hoy abandonados y en ruinas, volverán a tejer la vida de las personas
que vuelven con la vida que siempre quedó en ellos. Como decía la bióloga Lynn
Margulis, la vida es el triunfo de la simbiosis desde hace millones de años. El
capitalismo en sus fases comercial, industrial, financiera y global, en apenas
cinco siglos, nos ha despistado, nos ha atontado, ofreciendo el elixir de la
eterna felicidad a través de la competición a ultranza. Para repoblar los
desiertos de nuestras almas, valles, montes y llanos, una cosa tenemos cierta: “El
capitalismo no funciona, la vida es otra cosa”.